Según cuenta la tradición, san Lorenzo fue quemado lentamente en una parrilla ardiente. San Agustín dice que el gran deseo que el mártir tenía de ir junto a Cristo le hacía no darle importancia a los dolores de esa tortura. Los cristianos vieron el rostro del mártir rodeado de un esplendor hermosísimo, y sintieron un aroma muy agradable mientras lo quemaban. Los paganos ni veían ni sentían nada de eso.
Esto ocurrió en el lugar donde se encuentra hoy la iglesia de San Lorenzo en Panisperna, pero el cuerpo se enterró en el antiguo ager Veranus un terreno para cultivos. Se llamaba así quizás por el nombre del propietario Lucio Vero; y de allí toma el nombre el monumental cementerio de Roma que se encuentra atrás de la basílica, el «cementerio del Verano».
Una tumba muy venerada
Fue Constantino quien hizo construir allí, sobre la tumba del santo, la primera basílica en su honor, realizando una serie de intervenciones para aislar la tumba de otros monumentos funerarios y permitir el acceso a los fieles a través de un camino continuo con escaleras de entrada y salida, llamado Gradus ascensionis et descensionis.
Eran muchos los fieles que, confiando en el poder del santo para obtener la salvación, pedían ser enterrados cerca de sus reliquias; y fueron tantos, que pronto las paredes se usaron para tumbas de nicho.
A finales del siglo VI y viendo la gran afluencia constante de peregrinos que llegaban a venerar al santo, el papa Pelagio II decidió construir un nuevo edificio con una estructura llamada ad corpus, que significa que está justo sobre la tumba del mártir.
La nueva basílica fue decorada con frescos que ilustran la vida de San Lorenzo y San Esteban, el primer mártir cristiano; al que se enterró, según la tradición, bajo el altar principal junto con el santo titular de la iglesia.
La piedra ensangrentada
Con los años siguieron varias reestructuraciones, y una muy importante estuvo a cargo del papa Pío IX, que tenía un especial cariño por la basílica. Fue él quien hizo colocar una columna conmemorativa a la entrada de la basílica con una estatua de bronce del santo colocada en la cima.
A espaldas de la cripta se conserva una gran lastra de mármol manchadas con sangre; que según la tradición, san Lorenzo derramó durante el martirio. Pío IX la hizo analizar, y se comprobó que se trataba, de hecho, de sangre y grasa humana.
Entre el 12 y el 13 de julio de 1881, en una procesión solemne desde el Vaticano hasta la basílica de san Lorenzo, se transportaron en procesión fúnebre los restos del pontífice, por expresa voluntad suya escrita en su testamento, y reposan hoy en una capilla dedicada a su memoria.
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